
Hace más de seis años abrí las puertas de mi centro de cuidado y educación infantil. Desde entonces, he sido testigo de momentos que me llenan el alma: he visto a muchos niños dar sus primeros pasos, les he celebrado la salida de sus primeros dientes y me he emocionado al escuchar sus primeras palabras. Pero hay algo más que también forma parte de su desarrollo, algo que no es tan tierno ni tan celebrado: las rabietas.
Sí, esas famosas perretas que aparecen sin previo aviso, que vienen cargadas de gritos, lágrimas, pataletas e incluso golpes. Las que nos sacan de quicio, sobre todo si ocurren en el supermercado o en medio de una reunión familiar. Y aunque preferiríamos evitarlas, quiero decirte algo importante: las rabietas son parte natural del crecimiento.
A veces ocurren con frecuencia, otras veces esporádicamente. No distinguen entre niños o niñas, ni entre hogares con más o menos normas. Surgen cuando un niño está cansado, hambriento, incómodo o frustrado porque no puede tener lo que desea. Una chuche, más televisión, ese juguete en la tienda. Y cuando eso pasa, su sistema emocional —que aún está en construcción— simplemente colapsa.
¿Y qué hacemos nosotros los adultos ante esto?
En sesiones con padres, muchas veces escucho algo que me resulta muy humano:
“Elisa, ya entendí que las rabietas son normales, ya sé que tengo que enseñarles a gestionarlas... pero me sigue costando mucho no irritarme. ¡Sobre todo cuando son en público!”
Y sí, lo entiendo. Porque además de directora de un centro, soy mamá. Y créeme: las rabietas públicas ponen a prueba nuestra paciencia, nuestro ego y nuestros nervios. Nos da miedo que nos juzguen como malos padres, y por eso reaccionamos desde la vergüenza o la rabia.
Pero hay algo más profundo que muchas veces no notamos: lo que más nos irrita de una rabieta no es la rabieta en sí, sino el botón interno que esa rabieta activa en nosotros. Un botón que puede estar relacionado con nuestras propias heridas, con la necesidad de aprobación, con nuestras inseguridades o con la creencia de que deberíamos tenerlo todo bajo control.
También puede ocurrir que en tu subconsciente viva esa voz, casi imperceptible pero constante, que te repite que los niños que lloran son feos, malcriados, e insoportables. Esa idea sembrada hace años, quizás sin darte cuenta, convierte el llanto en algo incómodo, vergonzoso, algo que hay que callar. Por eso te sientes tan mal cuando tu hijo hace una rabieta: no es solo por lo que pasa afuera, sino por lo que se activa adentro.
Cuando una rabieta nos enciende por dentro, es una oportunidad para mirarnos, no con culpa, sino con honestidad y compasión. Porque no podemos acompañar lo que no entendemos, y no podemos guiar si no sabemos qué parte de nosotros también necesita ser guiada.
Entonces, volvamos a lo básico.
¿Se pueden evitar las rabietas?
A veces sí, y aquí te dejo algunas ideas que pueden ayudarte:
Dales atención positiva. No esperes a que actúen mal para mirarlos. A veces una mirada o un elogio a tiempo previene mucho.
Evita las tentaciones. Si no quieres que coman chuches, no las tengas en casa. Si no pueden jugar con algo, no lo dejes a su alcance.
Dales opciones. Permitir que elijan entre dos cosas les da sensación de control y reduce la frustración.
Redirige con calma. Si no puedes decir sí, ofrece una alternativa con firmeza, pero sin dureza.
Ayúdales a aprender. Cada vez que logran algo por sí solos, crece su tolerancia a la frustración.
Pon límites claros. Y respétalos tú también. La coherencia da seguridad.
Modela calma. La forma en que tú reaccionas es su mejor guía para aprender a autorregularse.
¿Y durante la rabieta?
Durante la rabieta, lo más importante no es lo que el niño hace, sino lo que tú decides hacer tú. Lo primero no es corregir, ni explicar, ni gritar. Lo primero es conectar.
Y la primera emoción con la que te invito a conectar es la empatía. Porque detrás de cada rabieta hay un niño que se siente abrumado, que no sabe cómo gestionar lo que le pasa por dentro, y que necesita más que nunca un adulto que lo contenga.
Hay una pregunta muy poderosa que puede ayudarte muchísimo en ese momento:
“Si yo me sintiera así, tan desbordada emocionalmente, ¿cómo me gustaría que me trataran?”
Cuando logras conectar con esa sensación —con esa vulnerabilidad— algo cambia. Dejas de ver a un niño “haciendo un espectáculo” y comienzas a ver a un ser humano pidiendo ayuda a su manera. Y desde ahí, desde esa mirada más compasiva, puedes acompañar mejor, puedes guiar mejor.
A veces eso significará quedarte a su lado en silencio, respirando juntos. Otras veces será sostenerle la mano y decirle con firmeza y dulzura: “Estoy aquí. Sé que estás molesto. No te puedo dar eso ahora, pero estoy contigo.”
No es fácil. Pero sí es posible. Y créeme, esa elección marca una gran diferencia.
Respira. Recuerda que tu hijo no está siendo “malcriado”: está desbordado. No intentes razonar en medio del caos, solo acompaña, contiene y espera a que pase la tormenta. Luego, cuando todo haya bajado, ahí sí viene el momento de hablar, enseñar y ayudar a entender lo que pasó.
Porque, aunque parezca que no sirve de nada, cada vez que tú eliges la calma, le estás enseñando a tu hijo cómo se hace. Criar no es tarea fácil. Nos enfrenta constantemente a nuestras propias emociones, creencias y heridas. Pero también nos brinda la oportunidad de crecer junto a nuestros hijos, de aprender a respirar más profundo, de mirar con más compasión y actuar con más conciencia.
Si este tema resonó contigo, si alguna vez te has sentido desbordada o juzgada ante una rabieta, quiero invitarte a que no lo vivas sola.
He creado una comunidad en WhatsApp llamada Parents and Leaders, un espacio seguro donde compartimos experiencias, herramientas y reflexiones para acompañar con más conciencia y liderazgo la crianza de nuestros hijos.
Estás invitada/o.
Porque criar en tribu siempre es mejor que criar en soledad.
Porque cuando una madre o un padre crece, su hijo también lo hace.
Únete aquí a nuestra comunidad.
Un fuerte abrazo
Elisa Sainz