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Durante un concierto en la Ciudad de México, Maluma detuvo su presentación al ver entre el público a una mujer con su bebé de apenas un año en brazos . Con una mezcla de sorpresa y preocupación, el cantante —que también es padre— le pidió que, por favor, la próxima vez pensara en el bienestar del niño. Dijo que el volumen del sonido podía ser dañino y calificó la situación como irresponsable. Me da pena la verdad. Dijo el cantante después de la reprimenda. El comentario se volvió viral. Algunos lo aplaudieron, otros lo criticaron. Pero más allá de la polémica, yo me quedé pensando: ¿de qué se trató realmente ese gesto? ¿Fue una crítica… o un acto de conciencia? El valor de detenerse Cuando un artista detiene un concierto frente a miles de personas para hacer una observación así, no solo está emitiendo una opinión. Está recordando algo que como sociedad a veces olvidamos: que la responsabilidad también es amor. No sabemos qué llevó a esa madre a asistir al evento con su bebé. Quizás fue una decisión impulsiva, un deseo de compartir, una oportunidad especial. Pero lo cierto es que ser padres no nos da licencia para hacerlo todo . A veces, el amor necesita ir acompañado de límites, y la conciencia no se opone al disfrute, sino que lo guía. Entre juzgar y despertar El peligro está en confundir la conciencia con la crítica. Cuando alguien nos señala algo que podríamos mejorar, nuestro primer impulso suele ser defendernos. Pero si logramos respirar, bajar las defensas y mirar más allá del tono, muchas veces encontramos un mensaje que vale la pena escuchar. Quizás lo que Maluma hizo fue un llamado de atención incómodo, pero necesario. Uno que nos recuerda que criar implica pensar por alguien más, anticipar lo que el otro aún no puede ver, decidir desde el amor pero también desde la razón. En mi libro Líderes en la Crianza hablo de cuatro acuerdos que hice conmigo misma —como mujer y como madre— para poder disfrutar más del proceso de criar y, al mismo tiempo, ejercer mejor esta labor que a veces parece infinita. El último de esos acuerdos, y no por ser el menos importante, es encontrar el equilibrio . Vivimos tiempos en los que se repite mucho la idea de que no debemos sacrificarnos, que no debemos poner a nuestros hijos por encima de la mujer que somos. Se dice que, si lo hacemos, dejamos de brillar, nos apagamos, nos perdemos. Y aunque entiendo esa mirada —porque también creo en el autocuidado y en la importancia de no abandonarnos—, mi experiencia me ha enseñado que sí hay sacrificios que valen la pena . Ser madre transforma. Cambia nuestras prioridades, nuestros ritmos, nuestras formas de estar en el mundo. No se trata de desaparecer detrás del rol de madre, pero tampoco de negar que criar implica renuncias, pausas y elecciones que a veces duelen. Encontrar el equilibrio no es un punto fijo, es un movimiento constante entre lo que damos y lo que necesitamos conservar. Y pienso en todo esto porque ese gesto de Maluma me hizo reflexionar profundamente sobre ese equilibrio. Equilibrio: la palabra que nos salva. Ser madre o padre no significa dejar de vivir, pero sí significa vivir de otra manera . Encontrar el equilibrio entre nuestros deseos y las necesidades de nuestros hijos no es fácil, pero ahí está la esencia de una crianza consciente. Cuidar no es prohibir. Proteger no es sobreproteger. Es simplemente entender que hay etapas, tiempos y lugares y que cada decisión que tomamos frente a un hijo —por pequeña que parezca— puede convertirse en una lección sobre amor y responsabilidad. Y tal vez, como Maluma, a veces también nosotros necesitemos detener la música para recordar lo esencial: que la crianza no es una renuncia, sino un acto de amor consciente. Un abrazo Elisa Sainz Triana

Si tienes hijos —sobre todo preadolescentes o adolescentes— seguramente los has escuchado decir “six-seven” o incluso acompañar el número con un gesto de manos. Se escucha en la escuela, en los patios, en TikTok, en los reels… tanto, que muchos padres tratan de entender qué significa. Entre esos padres estoy yo. Y confieso que la curiosidad me llevó a investigar un poco. Todo comenzó cuando le pregunté a mi hija de 11 años qué quería decir ese famoso “67”, y su respuesta fue tan clara como confusa: “No sé, mamá, pero todos lo dicen.” Esa respuesta bastó para que mi radar de madre se encendiera. No porque pensara que había algo malo detrás, sino porque una vez más se repetía el patrón que vemos con frecuencia en las nuevas generaciones: los niños y adolescentes repiten lo que está en tendencia sin entender realmente su origen o su significado. El número 6-7 no nació en las escuelas ni en los patios de recreo. Su origen está en una canción de rap titulada “Doot Doot” de Skrilla , en la que el artista menciona “six-seven” dentro del ritmo. Un fragmento del tema comenzó a circular en redes, especialmente en TikTok , y pronto fue usado en miles de videos como un sonido de fondo para escenas graciosas o absurdas. La idea es simple: se usa “6-7” como respuesta a cualquier cosa , sin sentido aparente, solo por diversión. —¿Cuántos años tienes? —6-7. —¿Qué hora es? —6-7. —Pásame el papel. —6-7. Y así, de video en video, el número se volvió un código compartido entre niños y adolescentes. Una especie de broma interna que no tiene significado real, pero que genera pertenencia. Lo curioso es que cuando los adultos intentamos usarlo o entenderlo, la broma pierde su encanto. En muchas escuelas, los maestros cuentan que los alumnos ya responden “6-7” en medio de clase, y algunos incluso lo usan como parte de un juego para romper la rutina o llamar la atención. Pero en cuanto los adultos se suman al juego, los niños lo descartan por completo y buscan el siguiente fenómeno viral. Lo que el 6-7 nos enseña sobre los niños de hoy (y sobre nosotros también) Cuando escuché la canción original —esa de donde viene el famoso “6-7”— debo confesar que me pareció extraña, incluso absurda. Esperaba encontrar algún mensaje oculto o algo que explicara por qué todo el mundo repetía ese número, pero no hay mucho que entender. La verdad es que la letra no importa , ni siquiera el ritmo. Los niños no están interesados en el contenido, sino en el fragmento . En esa pequeña parte que se volvió graciosa, contagiosa y compartible. Y ahí está el punto. Nosotros, los adultos, solemos buscar significados profundos en todo lo que hacen o dicen los niños. Queremos saber qué hay detrás, qué representa, qué sentido tiene. Y eso está bien, porque es parte de nuestra forma de razonar y de cuidar. Pero ellos, los niños y jóvenes, viven el mundo de otra manera . No necesitan darle tantas vueltas a las cosas. Para ellos, muchas veces, lo que importa no es el significado sino la emoción: reírse, sentirse parte, pertenecer. Entonces, el famoso 6-7 no es más que un reflejo de eso: una expresión sin sentido con mucho sentido para ellos . Porque lo que realmente importa no es el número, ni el gesto, ni la canción… sino el hecho de compartir un código, una risa, una conexión entre pares . Y quizás ahí haya una lección para nosotros también. Tal vez no todo necesita una explicación tan profunda. A veces, solo basta observar, escuchar y sonreír. Porque incluso en lo absurdo, hay algo que nos recuerda que los niños viven con una ligereza que nosotros hemos ido perdiendo con los años. Antes de criticar, observa, pregunta, investiga Si algo me dejó esta curiosidad por entender qué era el 6-7, fue la certeza de que no siempre lo que parece absurdo lo es tanto . A veces, lo que vemos como una “pérdida de tiempo” o “modas sin sentido” son simplemente formas de expresión distintas . Y aunque a nosotros nos cueste entenderlas, para ellos son parte de su mundo, de su manera de comunicarse y pertenecer. Por eso, antes de criticar o burlarnos de lo que nuestros hijos hacen o dicen, vale la pena investigar un poco . Preguntarles, escuchar su versión, mirar con interés genuino. No porque debamos seguirles el juego en todo, sino porque esa curiosidad nuestra se convierte en conexión para ellos . Cuando un padre se interesa, sin juicio, el hijo siente que puede compartir su mundo sin miedo a ser corregido o ridiculizado. Al final, entender el famoso 6-7 no se trata de descubrir un secreto, sino de recordar algo mucho más importante: Que la risa, la curiosidad y la comunicación siguen siendo los puentes más poderosos entre generaciones. Y que, tal vez, cuando dejamos de buscar significados y simplemente nos abrimos a comprender, volvemos a ver el mundo con un poquito de la ligereza y la alegría con la que ellos lo ven. Un fuerte abrazo Elisa Sainz

Hace más de quince años trabajo con niños pequeños. Hace más de quince años escucho los retos que enfrentan los padres con sus hijos, retos muy similares a los míos, porque no solo soy profesional de educación infantil, también soy madre y uno de los mayores desafíos que vivimos, sobre todo en los primeros años de vida de nuestros hijos, es el dormir. Han sido incontables las veces que he recibido a un niño en la mañana en el centro y el saludo de la madre ha sido: “la noche fue terrible”. Yo entiendo perfectamente todo lo que contiene esa frase: una mezcla de culpa, cansancio y alivio porque, al dejarlo, por fin puede irse. En otras ocasiones, no dicen nada, pero las ojeras y el peinado descuidado me cuentan la misma historia: “la noche fue terrible”. Cuando un niño duerme, su cuerpo no descansa, trabaja Mientras duerme, su cuerpo crece, su cerebro aprende y su corazón se regula. El sueño es una de las experiencias más activas del desarrollo infantil, aunque por fuera parezca lo contrario. Durante la noche, las neuronas se organizan, las emociones se procesan y la memoria se consolida. Los especialistas en pediatría y neurodesarrollo coinciden: dormir bien durante los primeros años de vida es tan esencial como una buena nutrición. El sueño infantil está compuesto por dos fases principales: Sueño no REM , donde el cuerpo se repara, el crecimiento se acelera y la energía se recupera. Sueño REM , donde el cerebro procesa las experiencias del día y fortalece la memoria emocional. Estas fases se alternan en ciclos que van madurando a medida que el niño crece. Un bebé puede pasar hasta el 80 % del día dormido, mientras que un niño preescolar promedio duerme entre 11 y 12 horas diarias , según la American Academy of Sleep Medicine. Edad Promedio recomendado por día 0–3 meses 14–17 horas 3–6 meses. 12–15 horas 6–12 meses 12–15 horas 1–2 años. 11–14 horas 3–5 años 10–13 horas Factores que influyen en el sueño El sueño no depende solo del reloj interno. También lo modelan la cultura, el entorno y las costumbres familiares. Los estudios muestran que los niños de algunos países asiáticos tienden a dormir menos horas que los de países occidentales, y que los horarios familiares influyen directamente en el descanso de los pequeños. El ruido, la luz, el estrés familiar y las pantallas también juegan un papel importante. De hecho, la exposición a dispositivos electrónicos antes de dormir altera la producción de melatonina, la hormona que le indica al cuerpo que es hora de descansar. Un solo episodio de dibujos animados o un video en la tablet puede retrasar el sueño entre 30 y 60 minutos . Cuando el sueño se interrumpe Las interrupciones del sueño infantil son comunes y, en la mayoría de los casos, temporales. Pesadillas, terrores nocturnos o sonambulismo forman parte del proceso de maduración del sistema nervioso. Estos episodios pueden asustar, pero casi nunca son un signo de alarma. No deben castigarse ni dramatizarse; lo que el niño necesita es calma, cercanía y seguridad. También existen situaciones como la enuresis nocturna (mojar la cama), que suelen resolverse naturalmente. No son falta de control ni desobediencia, sino un proceso fisiológico que madura con el tiempo.

En Instagram me encontré con una publicación que decía: “No ha muerto, se ha suicidado” . Y esas palabras —tan duras, tan directas— me hicieron detenerme. Esa historia me conmovió. Era la historia de Sandra. Quise saber más sobre lo sucedido y me encontré bastante información en “La Voz De Galicia” uno de los periódicos más importantes y antiguos de España. Sandra tenía 14 años y se quitó la vida lanzándose desde la azotea de su casa en Sevilla. Según sus familiares y la información periodística, había sido víctima de acoso escolar. Su madre denunció el acoso en el colegio en dos ocasiones; el centro educativo adoptó únicamente una medida de separar y fue la de separar a las menores implicadas en clases distintas, algo que la familia consideró insuficiente. La administración educativa de Andalucía ha abierto expediente al centro y ha remitido su caso a la Fiscalía. ¿Qué se pide? Esa pregunta aprecia en el artículo y como respuesta, se habla de una ley nacional contra el acoso escolar que dote de más recursos a los centros, que proteja a víctimas y familias, y contemple el delito de acoso escolar. Pero yo me pregunto: ¿sería esto suficiente? ¿A cuántas víctimas más tenemos que ver quitándose la vida por acoso —bullying, hostigamiento, como quiera que lo llamen—? Las cifras sobre el acoso escolar y el suicidio juvenil son estremecedoras. De acuerdo con datos del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) , el suicidio es la tercera causa de muerte entre los jóvenes, provocando alrededor de 4,400 muertes cada año solo en Estados Unidos. Por cada suicidio consumado, se estiman al menos 100 intentos, y más del 14 % de los estudiantes de secundaria han considerado quitarse la vida, mientras que cerca del 7 % ya lo ha intentado . Las investigaciones de la Universidad de Yale revelan que las víctimas de acoso escolar tienen entre 2 y 9 veces más probabilidades de pensar en el suicidio que quienes no han sufrido este tipo de violencia. Un estudio realizado en Reino Unido encontró que al menos la mitad de los suicidios entre jóvenes están relacionados con el bullying , y que las niñas entre 10 y 14 años podrían estar en un grupo de riesgo aún mayor, justo en ese grupo se encontraba Sandra. De acuerdo con estadísticas citadas por ABC News , casi el 30 % de los estudiantes son víctimas o autores de acoso, y alrededor de 160,000 niños faltan a la escuela cada día por miedo a ser agredidos o humillados. El suicidio relacionado con el bullying puede originarse en cualquiera de sus formas: físico, emocional, cibernético o sexual (como el envío o difusión de fotos o mensajes íntimos). El daño no solo se produce en el cuerpo o en la reputación, sino en la mente y en el alma de quienes lo padecen. Estos datos nos invitan a mirar el problema desde su raíz: la necesidad urgente de educar en empatía, respeto y salud emocional. La prevención no puede limitarse a reaccionar después de una tragedia; debe comenzar en las aulas, los hogares y las conversaciones diarias donde los niños aprenden a convivir. Porque el enfoque que habitualmente se da es: cuando sucede, ¿qué alternativa tomar con quien acosa? Pero el verdadero cambio debe venir antes: debe haber algo que anticipe, algo que prevenga . ¿Cuándo se va a añadir en los currículos escolares una asignatura que enseñe recursos para la vida, educación emocional, psicoeducación? ¿Y cuándo esa psicoeducación se llevará también a los padres y maestros que muchas veces no tienen las herramientas necesarias? Creo que invertir en educación emocional, en prevención temprana, traería mucho más resultado que esperar a que haya una víctima para luego aplicar “la solución”. Aquí te comparto 9 maneras de prevenir el acoso Hablar con los niños sobre cómo su comportamiento repercute en los demás y fomentar la amabilidad. Mantener conversaciones sobre sentimientos, especialmente relacionados con conflictos, y ayudar a los niños a identificar y etiquetar los sentimientos que experimentan. Cuando tu hijo te cuenta algo —aunque parezca pequeño— escúchalo con atención. Evita interrumpir o minimizar (“eso no es nada”, “no llores por eso”). Escuchar con empatía le enseña que su voz importa y que puede confiar en ti cuando algo le preocupa. Ayúdalo a ponerle nombre a lo que siente: “Veo que estás triste”, “Parece que eso te hizo enojar”. La validación no es consentirlo todo, sino darle permiso para sentir. Un niño que aprende a reconocer y expresar sus emociones desarrolla herramientas para regularse mejor ante el rechazo o el maltrato. Enfocarse en el esfuerzo, no solo en el resultado. En lugar de decir “qué inteligente eres”, prueba con “me gusta cómo te esforzaste” o “vi que no te rendiste, aunque fue difícil”. Esto construye autoestima basada en la acción , no en la aprobación. Ser ejemplo de autocompasión . Los hijos aprenden más de lo que ven que de lo que les decimos. Si te hablas con dureza o te exiges demasiado, ellos harán lo mismo. Muéstrales que equivocarse es parte del proceso y que se puede volver a intentar sin culpa. Fortalecer su sentido de pertenencia. Haz que tu hijo se sienta parte de algo más grande —la familia, su escuela, su comunidad. Cuando los niños se sienten amados y aceptados tal como son, los comentarios externos pierden poder . Practicar juntos la gratitud y la calma. Respirar, escribir juntos tres cosas por las que se sienten agradecidos, o hablar de lo mejor del día son hábitos simples que fortalecen la resiliencia emocional. Estas pequeñas prácticas enseñan que la calma se puede construir incluso en medio de la tormenta. Recuerda, no podemos dejarle todo este trabajo a la escuela. Debemos comenzar en casa. Seamos lideres en nuestro hogar para que haya menos Sandra. Un saludo cordial Elisa

Los que abogamos por una crianza más consciente, por ser madres y padres más líderes, no queremos convertir la crianza en una carrera universitaria ni obtener un título para criar. Lo que buscamos es entender y honrar la grandeza de esta tarea . Hemos comprendido que criar es, quizás, el acto más transformador, exigente y sagrado que alguien puede realizar y queremos hacerlo con consciencia, con amor… y sí, también con herramientas distintas a las que usaron nuestros antepasados. No lo hacemos para ser perfectos, sino para disfrutar un poco más de esta aventura tan maravillosa y compleja que es criar. Para estar más presentes, para transformar lo que duele, para criar desde un lugar más humano y menos automático. No se trata de profesionalizar la crianza. Buscar conectar más con nuestros hijos no significa agachar la cabeza ante ellos. Tampoco se trata de buscar la perfección. Se trata de amar, respetar y no perderte de ti misma mientras guías a tu hijo o hija a convertirse en un adulto de bien . A veces parece que querer hacerlo mejor fuera una exageración. Como si aspirar a entender, conectar o aprender nuevas formas de acompañar a nuestros hijos fuera una moda sin sentido. Pero no lo es. Es evolución. Es crecimiento. Hace años estudio el tema de la crianza, y ese camino me ha llevado a comprender cómo ha cambiado la forma en que educamos a lo largo de la historia. Durante la Edad Media, siglos V hasta el XV , por ejemplo, se creía que los seres humanos nacían con el pecado original. Los niños eran vistos como seres inherentemente perversos que debían ser corregidos a través del miedo y la represión. La disciplina estricta era la única vía hacia la virtud. Frases como: “No hay peor estado, más vil y abyecto, después de la muerte, que la infancia.” — Abad Bérulle, “Sólo el tiempo puede curar de la niñez y de sus imperfecciones.” — Tomás de Aquino Esas frases reflejaban la dureza de aquella época. Los niños no eran vistos como personas en desarrollo, sino como seres defectuosos que había que moldear. Luego llegó la Ilustración , en los siglos XVII y XVIII, y con ella una visión más humanista y esperanzadora. Filósofos como John Locke y Jean-Jacques Rousseau comenzaron a hablar de educación, libertad y razón. Rousseau escribió: “El hombre nace libre, pero en todas partes está encadenado.” Y Kant afirmó: “La educación es el desarrollo en el hombre de toda la perfección de que su naturaleza es capaz.” Aquella etapa abrió las puertas a un cambio profundo: comenzamos a mirar al niño no como un ser imperfecto, sino como un ser en potencia. Más adelante, la Edad Contemporánea trajo consigo avances en psicología y pedagogía. Figuras como Sigmund Freud y Jean Piaget aportaron una comprensión más profunda del desarrollo infantil. Por primera vez, se reconoció que la infancia tiene etapas, necesidades y ritmos propios , y que educar no es corregir sino acompañar. Estos cambios a lo largo de la historia no son detalles curiosos: son recordatorios de cómo hemos evolucionado como humanidad y si el mundo cambia, la forma de criar también debe hacerlo. Por eso, no se trata de ser madres y padres perfectos. Se trata de estar más conectados, más empáticos, más conscientes, y de ejercer liderazgo en nuestro rol más importante: el de formar seres humanos. Esa crítica que a veces recibimos —que “pensamos demasiado”, que “queremos reinventar la rueda”— nace muchas veces del miedo a lo nuevo. De la incomodidad que provoca cuestionar viejos patrones. De la resistencia a reconocer que hubo heridas en nuestra infancia y que, aunque digamos “a pesar de todo salí bien”, sabemos que hay cosas que podemos hacer mejor. Porque criar también es sanar y cada vez que un padre o una madre decide criar con amor y conciencia, está ayudando a que este mundo sea un poco más humano. Eso es liderazgo. ¿Qué pasaría si cada generación decidiera sanar un poco más antes de educar? Un saludo cordial Elisa

¿Qué lleva a una madre a enviar mensajes horribles a su propia hija? Esa fue la pregunta que me hice cuando vi el documental “Número desconocido: Un escándalo de ciberacoso en Netflix. La respuesta me rompió algo por dentro. La historia es real. La agresora fue Kendra Licari y la víctima, su propia hija adolescente: Lauryn Licari. ¿Qué lleva a una madre a hacer eso? Mi mente empática buscaba explicaciones: Esa madre debe tener un trastorno. Tal vez tuvo una infancia muy difícil. Debe tener heridas muy profundas que no ha sabido sanar. Pero cuando le di paso a mi mente racional, lo que encontré fue otra cosa: Egoísmo, maldad y una ausencia alarmante de amor por parte de esa madre hacia su hija. Toda esta historia comenzó en octubre de 2020, Lauryn Licari y su novio Owen McKenny tenían 13 años. Fue entonces cuando comenzaron a recibir mensajes anónimos. Los mensajes diarios avecen sobrepasaban los 40 y estos incluían insultos, amenazas, humillaciones, e incluso sugerencias de que terminara con su vida. El acoso era constante y devastador. Los padres del novio se alarmaron y acudieron a la escuela tratando de buscar una solución.
Los padres de Lauryn también. La comunidad entera se movilizó buscando respuestas. Incluso la madre de Lauryn —sí, Kendra, la misma que estaba detrás de todo— se involucró activamente en la búsqueda del culpable.
Consolaba a su hija mientras, en secreto, era ella misma era quien escribía los mensajes. Una mezcla macabra entre villana y heroína. Un rol doble que mantuvo durante más de un año. Nadie sospechó de ella… porque era su madre. La escuela investigó, la policía local también.
Pero el caso era tan complejo y perturbador que acabó en manos del FBI . Durante ese año, la relación entre Lauryn y Owen se rompió. Otros estudiantes fueron injustamente investigados como sospechosos lo que hizo que la comunidad escolar viviera mucha tensión durante todo la investigación. De todas las personas, nunca se puso en duda a los podres de los jóvenes , claro… ¿cómo sospechar de una madre o un padre? Cuando todo salió a la luz, Kendra dijo que su intención era “mantener a su hija cerca”, que su propia adolescencia había sido traumática, y que eso la llevó a actuar así. Pero esa versión no se sostiene. No hay protección en mensajes que invitan al suicidio. No hay cuidado en humillar a tu hija anónimamente por más de un año. Eso no es amor. Eso es control. Eso es abuso. No hay ningún diagnóstico médico que justifique esa conducta. Fue un acto deliberado y sistemático de maltrato emocional. ¿Justicia o castigo simbólico? Kendra Licari fue arrestada en diciembre de 2022. Se declaró culpable de dos cargos de acoso contra un menor y fue sentenciada a entre 19 meses y 5 años de prisión. Sin embargo, fue liberada en agosto de 2024. La justicia llegó… pero el daño ya estaba hecho. El documental cierra con un momento impactante que. Las palabras de Lauryn Licari y de Kandra su madre: Hija: No me permiten ver a mi mamá ahora que ha salido de prisión. Quiero verla cuando sea el momento adecuado. Creo que sería un alivio verla, pero también algo difícil. Madre: Ha pasado aproximadamente un año y medio desde la última vez que la vi. Las dos sabemos que estamos la una para la otra pase lo que pase. Hija: Creo que quiero confiar en ella ahora, pero no creo que pueda. Ahora que está fuera, solo quiero que reciba la ayuda que necesita. Para que, cuando nos veamos, no volvamos a lo de antes ni a cómo eran las cosas. En esas palabras veo más real las lo que expesó la joven a lo que dijo Kendra la madre. Ella dice que sabe que las dos están una para la otra. No creo que eso sea cierto. No creo que sea posible después de lo ocurrido. Hoy Lauryn vive con su padre, quien obtuvo la custodia total.
Y aunque ha sido una historia devastadora, también es una historia de resiliencia. Este caso estremeció al mundo porque desafía nuestros supuestos más básicos:
— Que las madres siempre protegen.
— Que el hogar es el lugar más seguro.
— Que el amor de una madre es incondicional. Pero también nos recuerda algo muy importante:
El daño emocional más profundo no siempre viene de los enemigos. A veces viene de quienes más deberían cuidarnos. Y tú, ¿qué piensas después de conocer esta historia? Te leo en los comentarios. Y si esto te removió algo por dentro, compártelo. Tal vez alguien más necesite leerlo.

¿No te ha pasado que te pones a buscar un par de zapatos rojos o una cartera negra online y, de repente, parece que el mundo entero se ha enterado? Abres tu teléfono, tu laptop o cualquier otro dispositivo y ahí están: anuncios de zapatos rojos y carteras negras en todas partes. Eso ya lo sabemos: todo está conectado y el sistema nos va conociendo. Detecta lo que buscamos y nos muestra más de lo mismo. “Ah, esta persona está interesada en esto, voy a mostrarle más de esto”. A mí misma me pasa: como trabajo en temas de crianza consciente y liderazgo en la crianza, el algoritmo me muestra constantemente cuentas, videos y artículos sobre lo mismo. Y me encanta, porque me gusta aprender, escuchar a otras personas y enriquecer mi perspectiva. Pero llega un punto en que me saturo. Siento que el flujo de información no se detiene, que siempre hay algo nuevo que leer, algo que ver, algo que procesar. Con los niños pasa exactamente lo mismo. Sus tabletas y dispositivos no son inocentes: les devuelven lo que buscan. Si ven dibujos de dinosaurios, la plataforma les recomienda más dinosaurios. Si buscan videos de juegos, de inmediato aparecen cientos de opciones similares. Y sin darnos cuenta, esto se convierte en un ciclo sin fin. Por eso es tan importante que como padres estemos atentos. No se trata de prohibir —porque la tecnología es parte del mundo en el que vivimos— sino de acompañar . Mostrarles que el algoritmo no es un amigo que les conoce, sino un sistema diseñado para mantenerlos enganchados. Ayudarles a poner límites, a elegir de manera consciente y a no dejar que una pantalla decida por ellos qué ver, qué jugar o qué desear. Te contaré algo. Mi hija mayor juega Roblox. Tiene su horario de pantalla bien definido, y muchas veces lo usa jugando ese juego. Hace algunos sábados, noté un patrón que me llamó la atención. Cada vez que planeábamos una actividad para el sábado, ella empezaba a preguntar a qué hora íbamos a salir y a qué hora estaríamos de vuelta. Al principio pensé que era simple curiosidad por el plan familiar, pero un día le pregunté directamente: —¿Por qué te preocupa tanto la hora? Me respondió: —Es que hay un update en Roblox a las 3 de la tarde y no me lo quiero perder, porque va a pasar esto o aquello. La primera vez no le di mucha importancia. Pero el sábado siguiente, cuando volvió a preguntar lo mismo, ya mi atención estaba puesta allí. Entonces me explicó que todos los sábados hacen World Day en el juego y que ella no quería perderse ese evento. En ese momento supe que era hora de conversar. Porque algo tan sencillo como una actualización de un juego estaba comenzando a poner presión sobre nuestras actividades familiares y esa presión la sentimos todos: ellos, que no quieren perderse nada, y nosotros, que queremos que disfruten de la vida real. ¿Y entonces qué hacemos? Algunas madres deciden cortar de raíz: “Mi hijo no va a jugar Roblox, no quiero que se exponga”. Otras permiten que sus hijos jueguen todo el tiempo, porque “mejor que estén en casa tranquilos que en la calle”. Pero la pregunta es: ¿Realmente están seguros ahí adentro? Ni siquiera nosotros, los adultos, estamos completamente seguros cuando nos exponemos a la avalancha de información que hay en internet. Por eso, mi invitación no es ni prohibirlo todo ni dejarlo sin control. La invitación es a buscar el equilibrio . Sí, juegan Roblox porque es la tendencia, porque es lo que hacen todos los niños de su edad y es su manera de socializar hoy en día. Pero como padres, nuestro rol es acompañar y guiar . Hablar con ellos, interesarnos por lo que juegan, observar cómo los afecta y detectar cuándo la experiencia pasa de ser algo positivo a convertirse en algo que les genera ansiedad o dependencia. No es fácil, lo sé. Pero sí es posible. Podemos conectar más, guiar más y, en definitiva, ser más líderes en la crianza . Tres ideas para acompañar a tus hijos en el mundo digital Establece límites claros y realistas. No se trata solo de restringir el tiempo de pantalla, sino de crear una rutina que incluya actividades al aire libre, tiempo en familia y momentos sin tecnología. Participa de lo que les gusta. Pregunta por el juego, deja que te enseñen qué hacen en Roblox e incluso juega con ellos de vez en cuando. Así puedes entender mejor qué les atrae y cómo se sienten. Habla de la realidad vs lo virtual. Si perderse un update los pone ansiosos y no les permite disfrutar de actividades reales con la familia, entonces hay que hacer una revisión . Una revisión de horarios, de prioridades y, sobre todo, de la relación que el niño está construyendo con la tecnología. No se trata solo de quitarle el juego o de castigarlo, sino de preguntarnos: ¿Qué tanto espacio está ocupando la tecnología en su vida? ¿Está afectando su estado de ánimo o su capacidad para disfrutar de experiencias fuera de la pantalla? ¿Depende de estas actualizaciones para sentirse incluido o feliz? Cuando el juego o la actividad digital comienza a dirigir la agenda familiar, es un buen momento para sentarse en la mesa y conversar. Explicarles que la vida real no se detiene por un evento virtual, que las actividades familiares también son importantes y que ellos pueden aprender a regular su tiempo sin sentir que se pierden de todo. Espero se te de ayuda esta información. Un fuerte abrazo Elisa Sainz Triana

Hace ya muchos años que trabajo con niños y casi doce que soy mamá. Si algo he buscado durante todo este tiempo es hacerlo lo mejor posible, no solo por el bien de mis hijos y mis alumnos, sino también por mi propio bienestar. Ese deseo de hacerlo mejor me ha llevado a probar diferentes estrategias: algunas funcionan, otras no tanto. Pero hoy quiero contarte una de las que sí ha transformado la manera en que me relaciono, tanto en casa como en mi trabajo. La descubrí en la asignatura Procedimientos de Terapia Individual . Se llama escucha reflexiva y es una herramienta sencilla, pero muy poderosa. ¿Qué es la Escucha Reflexiva? La escucha reflexiva es más que simplemente oír. Es un acto consciente de prestar atención a la otra persona y luego devolver, con nuestras palabras, lo que nos ha dicho. Parafrasear o resumir su mensaje no es repetir como un robot, sino demostrar que entendimos su emoción y su intención. Su objetivo no es convencer ni ganar la conversación, sino crear conexión, validar sentimientos y generar un espacio de respeto y confianza . Por eso se usa tanto en terapia, en mediación de conflictos y en educación. Confieso que esta habilidad no me sale de manera natural. Me he sorprendido muchas veces interrumpiendo, defendiendo mi postura o reaccionando desde la emoción. Pero al practicarla de manera consciente he visto resultados sorprendentes: menos discusiones, menos gritos, más cooperación y más paz. Una Situación Real en Casa Hace unos días recibimos visita y decidí darles la habitación de mi hijo menor. Le pedí a mi hija que compartiera su cuarto con su hermano y le expliqué las razones. Ella se negó, dijo que prefería dormir sola y hasta criticó a su hermano para justificar su postura. Antes, esa respuesta me habría hecho sentir frustración y habría reaccionado con un “lo haces porque yo lo digo” . Pero esta vez decidí escucharla de verdad. Guardé silencio, dejé que hablara hasta el final, y luego le devolví sus palabras: “Entiendo que prefieres dormir sola y que tienes tus razones. Solo será por un día y es una necesidad. Gracias por decírmelo.” No hubo gritos. No hubo lágrimas. Solo comprensión. Y eso cambió toda la atmósfera. Lo que Aprendí La escucha reflexiva me ha enseñado algo muy valioso: para escuchar de verdad debo soltar mi necesidad de tener la razón, de imponer mi punto de vista o de responder rápido. Solo así puedo ofrecer atención plena, empatía y respeto . Cuando la otra persona siente que fue escuchada y entendida, la resistencia baja y el diálogo se abre. No significa que siempre se haga lo que el otro quiere, sino que se llega a un acuerdo desde la comprensión, no desde la lucha. Mi hija terminó compartiendo su habitación con su hermano. Hoy me pregunto: ¿por qué no aprendí esto antes? Aquí te lo comparto para que lo pongas en práctica, te invito a que lo intentes. Si te funciona me cuentas. Un fuerte abrazo Elisa Sainz Triana

Todos queremos tener hijos “buenos”, ¿verdad? No conozco a ninguna madre ni a ningún padre que diga: “a mí me gusta que mi hijo sea malo”. Pero esto de bueno y malo es como decir que el mundo es blanco o negro y nada está más lejos de la realidad. Los hijos no son buenos o malos. El mundo no es blanco ni negro. Hay muchísimos colores, matices y texturas. Los hijos son hijos y a veces hacen cosas que nos parecen buenas, otras que nos parecen malas. Esta calificación depende de nuestras creencias y de cómo las miremos. Pero hoy no quiero hablarte de lo que consideramos “malo”.Hoy quiero hablarte de los niños buenos . De esos que todos queremos tener en casa: El que obedece. El que se porta bien. El que nunca contesta. El que siempre hace lo que le pides. El que saca buenas notas. El que agacha la cabeza. Nos encantan los niños así. Nos encantan las personas así, esas que no nos contradicen, que aceptan nuestra opinión, que piensan igual a nosotros. Pero aquí viene el pero… Esto puede ser una ilusión. Esto puede no ser tan bueno como parece. Hace poco conversaba con una joven de 14 años. Podríamos calificarla como la “niña buena” por excelencia. Ama a sus padres, es excelente estudiante, recibe los mejores comentarios de sus maestros. Una niña que todo padre quisiera tener. Pero cuando le pregunte: ¿Qué vas a estudiar? Me contesto con voz apagada: Mis padres quieren que sea abogada. Me hablaba de los planes que sus padres tienen para ella, me confesó que no se ve siendo abogada, como ellos esperan. Le pregunté: - ¿Qué es lo que realmente te gusta? - Me respondió: El arte, me encanta dibujar y creo que soy buena en eso - ¿Lo saben tus padres? -, pregunté yo. No… no quiero decepcionarlos. - ¿Por qué crees que los decepcionarías? - Porque ellos saben lo que es importante para mí, es lo que me dicen siempre. Yo no quiero hacerlos enojar. Es más fácil hacer lo que ellos quieren que entrar en peleas. Esa fue la respuesta de esa chica. ¡Qué buena chica! Puedes pensar, pero qué triste está. Qué deprimida se siente, que vacía. Ella no habla porque siente que su opinión no cuenta. Ella no protesta porque debe respetar y hacer a sus padres felicites. Ese tipo de compartimiento siempre ha sido muy bien visto en la sociedad. Por consecuencia, las personas que caen en esa trampa les es muy difícil salir de ahí, del papel de niña o niño bueno. Y entonces me pregunto: ¿Cuál es el precio de ser un niño bueno? El precio es alto: Niños que no dicen lo que sienten. Jóvenes que no saben lo que quieren porque toda su vida hicieron lo que otros querían. Adolescentes con ansiedad y miedo a equivocarse. Adultos que cargan con culpas innecesarias y dificultad para poner límites. Personas que confunden amor con sacrificio y complacencia. Ser el “niño bueno” puede significar callar la propia voz, perder autenticidad y dejar de explorar quién se es realmente. El costo es la desconexión consigo mismo. Esa es la reflexión que te dejo hoy, mamá, papá. ¿Cuál es el precio de que tu hijo sea “tan bueno”? ¿Estamos dispuestos a pagarlo? Nota importante: recuerda que la vida no es blanco o negro. Es saludable que un niño proteste, que diga que algo no le gusta, que exprese que no quiere ir a casa de la abuela Tita porque prefiere estar con sus amigos. Es saludable que muestre sus emociones, que diga lo que siente y lo que piensa. Eso no lo convierte en un niño “malo”, lo convierte en un niño real , en un niño que está aprendiendo a conocerse y a poner su voz en el mundo. Un fuerte abrazo Elisa Sainz Triana

En la foto que acompaña este texto estoy yo, con una bolsa en la mano derecha. Parece una bolsa común y pequeña, pero su peso va mucho más allá de lo que lleva en su interior. Dentro había un termo con arroz y albóndigas de res —lo pongo en termo para que se mantenga caliente porque, ¿a quién le gusta un almuerzo frío?—, unos pastelitos de postre, un tenedor y una servilleta. Todo estaba listo para que mi hija tuviera un almuerzo completo, preparado con amor y con cuidado. Pero la bolsa se quedó sobre la mesa. Se quedó conmigo porque ella salió distraída, sin mirar atrás. Me di cuenta de que la había olvidado un rato después, mientras recogía los regueros de la mañana. Cuando fui a preparar mi desayuno, ahí estaba, esperándome. El primer pensamiento que me vino fue: “Más tarde puedo llevársela…” Pero pronto se evaporó esa idea. Dentro de mí apareció la mamá consciente: “No, no se la llevaré, porque es importante que aprenda a ser responsable. Llevársela no va a ayudar en nada en ese proceso de desarrollar la habilidad de la responsabilidad.” Y ahí estuvo la verdadera carga de la bolsa: no lo que pesa físicamente, sino lo que implica dejarla aquí o llevarla. Después de unos minutos de diálogo interno, decidí, sin culpa, no ir a la escuela a dejársela. Sé que mi hija es inteligente, sé que tiene amigas y que podrá resolver algo para comer. Y, en el peor de los casos, sé que puede resistir hasta las 2:30 PM que la recojo. No se trata de desinterés ni de falta de cuidado, sino de una decisión consciente: dejar que la consecuencia natural de su olvido ocurra. Como padres, quejarnos de la irresponsabilidad de los hijos puede convertirse en un trabajo eterno. Lo sé porque la irresponsabilidad es de los temas que más escucho en las sesiones con padres. Pero si siempre rescatamos, si nunca les dejamos enfrentar las consecuencias de sus actos, ellos nunca aprenden. La responsabilidad no se enseña con sermones, ni con castigos. La responsabilidad se aprende con consecuencias, y si son naturales, mejor. Ahora bien, ¿qué son exactamente las consecuencias naturales? Son los efectos lógicos y directos de una acción u omisión. Si olvidas tu almuerzo, pasas hambre o buscas otra alternativa. Si no cuidas un objeto, se rompe. Si no estudias, obtienes bajas calificaciones. Para resumirlo más, las consecuencias naturales son aquellas en las que nosotros no intervenimos, la vida misma se convierte en maestra. Y aquí hay un detalle muy importante: cuando decidimos dejar que ocurra la consecuencia natural, no necesitamos dar un sermón después, ni añadir el famoso “te lo dije” que tanto nos gusta porque nos hace sentir que tenemos la razón. Eso solo crea distancia y resistencia. Lo único que recomiendo es hacer una pregunta sencilla y genuina: “¿Cómo te fue?” En mi caso, cuando recoja hoy a mi hija le diré: “Noté que dejaste el almuerzo, ¿comiste algo?” Y con esa simple pregunta, la enseñanza se completa. Nota importante, no siempre se pueden aplicar las consecuencias lógicas. Hay situaciones en las que los riesgos son demasiado altos y el rol del adulto es proteger. Pero cuando las circunstancias lo permiten, dejar que los niños enfrenten estas pequeñas dificultades es un regalo disfrazado. Les damos la oportunidad de aprender lo que no se transmite con palabras: a responder, a hacerse cargo, a valorar lo que tienen. Hoy fue un almuerzo. Mañana será otra cosa. Pero cada ocasión cuenta en la construcción de una persona capaz y responsable. Y aunque como madres y padres nos duela no correr al rescate, sabemos que a largo plazo el resultado valdrá la pena. Saludos cordiales Elisa