
¿Por qué la frustración y el enojo están siempre listos para salir a flote en el primer momento en que surge un conflicto?
Soy mamá de dos y también maestra de preescolar, lo que significa que paso la mayor parte de mi tiempo rodeada de niños. De hecho, el único momento en el que no estoy con ellos es cuando me acuesto en la noche, después de haber dejado a los míos dormidos en sus cuartos. Pero podría jurarte que, incluso ahí, mientras intento encontrar la calma del sueño, repaso el día y me cuestiono: ¿Qué hice bien? ¿Qué hice mal?
El cansancio ha agotado mi cuerpo, pero no mi mente. Me encuentro pensando en los comportamientos del día: los positivos, los disruptivos, los desafíos... y una pregunta se repite en mi cabeza: ¿Cómo los puedo ayudar más?
Sé lo importante que son los primeros años de vida. Trabajo con niños pequeños y soy plenamente consciente de que esta etapa es el cimiento de toda su existencia. Saber esto me ha hecho tomar mi profesión con una seriedad inmensa. La responsabilidad es grande, no solo con los niños en mi salón de clases, sino con todos los niños con los que interactúo.
Por eso escribo este blog, por eso, en medio del poco tiempo libre que me queda, encuentro el espacio para compartir contigo, que también tienes que lidiar con niños: tuyos, ajenos... pero niños al fin.
Al inicio de este blog te hice dos preguntas:
¿Por qué nos resulta tan difícil lidiar con los niños hoy en día?
¿Por qué la frustración y el enojo emergen tan fácilmente ante cualquier conflicto?
¿Tienes tu propia respuesta?
No puedo hablar a nivel global porque no he hecho un estudio, pero sí puedo hablar del país donde vivo, de la ciudad donde vivo, del momento histórico que estamos atravesando y del sistema educativo que nos rodea.
Educar hijos o estudiantes siempre ha sido un reto. Pero, ¿por qué parece más complicado hoy?
¿Será la prisa en la que vivimos?
¿Será la sobrecarga de información?
¿Será que tantas voces nos dicen cómo hacerlo bien, que terminamos confundidos sin saber a quién escuchar?
Vivo en el condado de Miami-Dade, Florida, una ciudad donde el tráfico es abrumador, donde cada adulto tiene un auto estacionado afuera de casa, donde los precios son altos y, a menudo, las apariencias pesan más que la realidad.
Aquí, los bebés de tres meses van a un centro de cuidado infantil porque mamá tiene que volver al trabajo. Aquí, la culpa y el estrés se llevan en la cartera junto al teléfono.
Y así andamos, con máscaras, escondiendo el cansancio, la frustración, la vulnerabilidad. Nos han enseñado que ser real no es bueno, que hay que sonreír, aunque por dentro estemos rotos. Y quizá esa es la verdadera razón por la que nos cuesta lidiar con los niños, porque ellos son reales.
Los niños no tienen prisa para ir a la escuela, no tienen prisa para recoger los juguetes, no entienden la urgencia de la vida adulta. Y nos desespera.
Pero, al mismo tiempo, nos viene bien su atontamiento ante las pantallas. Nos resulta conveniente que estén quietos, que no interrumpan nuestro propio atontamiento con las nuestras.
Esa luz fría que ilumina nuestros rostros nos apaga la vida.
Nos desconecta.
Nos hace incapaces de soportar la realidad de un niño que grita, que pregunta, que hace rabietas, que tiene hambre, que deja regueros por toda la casa.
Pero hay algo que podemos hacer.
Podemos comenzar removiendo las máscaras.
Podemos volver a la realidad.
Podemos recordar que los niños nos necesitan... pero que también nos necesitamos a nosotros mismos.
Porque no se trata solo de criar niños.
Se trata de vivir con ellos, aprender de ellos, conectar con lo que es real.