
Soy de las personas que aman aprender. Cada día descubro algo nuevo, y cuando eso pasa, lo primero que pienso es:
“¡Esto lo tengo que compartir!”
Soy de las personas curiosas, que hacen preguntas, que buscan respuestas, que abren libros y también conversaciones. Soy de las que se emocionan cuando algo les hace clic en la mente y no se quedan con eso guardado.
Sí… soy eso, o al menos, eso es lo que digo que soy. Eso es lo que he aprendido a contar sobre mí. Eso es lo que muestro, mi forma de presentarme, mi cajita.
Y justo ahí fue donde me di cuenta de algo:
¿Cuántas veces nos definimos de una sola forma?
¿Cuántas veces encerramos nuestra identidad en frases como “yo soy así” o “yo no soy de esas personas”?
¿Cuántas veces hemos hecho lo mismo con nuestros hijos?
"Mi hijo es tímido"
"Mi hija es muy mandona"
"Él no sabe esperar"
"Es que ella es insegura"
Y aunque parecen simples descripciones, en realidad son etiquetas, etiquetas que limitan
que fijan, que repiten la historia una y otra vez hasta que el niño —o el adulto— termina creyéndosela.
Y entonces, cuando descubrí lo que realmente significa la palabra “personalidad”, todo empezó a cobrar sentido…
Hace un tiempo aprendí algo que me dejó tan sorprendida como pensativa.
Un dato curioso que se volvió revelador y quiero compartirlo contigo porque, si estás criando a un hijo, a dos o tres, este descubrimiento no solo es interesante…
es necesario.
Descubrí que la palabra “personalidad” proviene del término persona, una palabra que, en el latín clásico, se usaba para nombrar las máscaras que llevaban los actores en el teatro.
Sí, máscaras.
No lo que había detrás. No la verdad del personaje, sino lo que se mostraba afuera.
Eso ya me pareció impactante
¿Y si lo que llamamos “personalidad” no es más que una máscara? ¿Una construcción para adaptarnos al escenario de la vida?
Busqué más… y me encontré con dos definiciones que me hicieron profundizar en el tema.
Sigmund Freud dijo que la personalidad es en gran parte inconsciente, oculta y desconocida. Es decir, muchas de las cosas que creemos que somos no las elegimos realmente, son resultado de experiencias tempranas, de heridas, temores y
defensas.
Luego encontré lo que dijo B. F. Skinner:
Que la personalidad es una construcción innecesaria. Fuerte, ¿no?
Ambos, desde lugares distintos, nos están diciendo que lo que llamamos personalidad no es algo tan fijo. Que no es una caja donde vivimos toda la vida, sino más bien una forma, una máscara, una respuesta que aprendimos a mostrar frente al mundo
Y aquí viene lo más importante…
¿Qué tiene que ver esto con la crianza?
Muchísimo
Porque como madres y padres a veces nos empeñamos en definir la personalidad de nuestros hijos:
“Él es tímido”
“Ella es fuerte”
“Mi hijo es testarudo”
“Mi hija es muy insegura”
Y muchas veces, sin querer, empezamos a construirles la máscara y cada día en nuestro empeño de corregirles sus defectos y realzarles sus virtudes, pues reafirmamos una y otra vez ese personaje y ellos… comienzan a creérselo de verdad.
Pero si entendemos que la personalidad no es algo inamovible. Si aceptamos que lo que se ve puede ser una defensa, una adaptación, un reflejo de lo vivido, entonces podemos mirar más profundo con más compasión y sobre todo, con más posibilidades de transformación.
Y también, nos permite mirar hacia adentro y preguntarnos:
¿Qué parte de mi personalidad es en realidad una máscara que me puse hace años para sobrevivir?
Criar desde ese nivel de conciencia es un acto poderoso. Es dejar de encajar a nuestros hijos en etiquetas y empezar a acompañarlos a descubrirse sin máscaras.
Es permitirnos, como adultos, también transformarnos, también cuestionarnos y
también elegir nuevas formas de ser.
Porque no hay una personalidad fija sólo hay caminos que nos han traído hasta aquí. Pero también hay nuevas rutas que podemos comenzar a andar si nos quitamos, aunque sea por un momento, la máscara.